Donde la piel se abre al mundo

Aurora García, Catalogo Sala Kubo, 2/II/2006

Basta con dar un repaso a la larga producción artística desarrollada hasta hoy por Andrés Nagel, para entender que su obra se aleja desde el principio del concepto apolíneo, fundamentado en una concepción racional y equilibrada del mundo, en una mesura y un sosiego de los que hace caso omiso la otra vía creativa expuesta por Nietzsche: la dionisíaca. Pues bien, Nagel, probablemente acuciado, entre otras cosas, por la manifestación de descomedimiento observable en los seres y cosas de la naturaleza, adoptó desde sus comienzos en el arte un lenguaje desprovisto de idealización, si entendemos este sustantivo como encubridor de lo verídico, o, aún más, que evita el tratamiento de los aspectos prosaicos y convencionalmente feos de la existencia- Situándose cerca de la sombra desmesurada que proyecta Dionisio, era más factible registrar parte del aluvión inagotable de señales, incluso contradictorias, que nutren la vida de los humanos y de lo que está alrededor de ellos.
    Nietzsche ha puesto de relieve cómo afectó a la controlada y bella cultura apolínea la desbordante irrupción dionisíaca; “Las musas de las artes de la “apariencia” palidecieron ante un arte que en su embriaguez decía la verdad (…) La desmesura se desveló como verdad; la contradicción, la delicia nacida de los dolores hablaron acerca de sí desde el corazón de la naturaleza”(1). También sitúa el pensador alemán el arte de la escultura, en términos generales, dentro de la circunscripción del contenido del arte apolíneo. Sin embargo, el trabajo del escultor contemporáneo se ha ido desembarazando, ya a lo largo del siglo veinte, de numerosos corsés que le oprimían, y ha expandido sus campos de pensamiento y de actuación incorporándose con frecuencia al paso terráqueo de la vida, al nivel elemental donde lo verdadero puede presentarse igualmente bajo el envoltorio del equívoco»
    Decimos esto aquí porque Andrés Nagel, que ha cultivado y cultiva numerosas prácticas artísticas, es conocido sobre todo por su dedicación a la escultura, aunque su ejercicio inicial fuera la pintura -algo que, por otra parte, nunca ha abandonado- cuando todavía realizaba los estudios que le darían el título de arquitecto superior. Pues bien, especialmente desde su tarea de escultor, Nagel ha puesto énfasis como pocos artistas en este país en la validez de la vía dionisíaca como senda de tránsito a explorar por el arte tridimensional. A ello ha podido contribuir, con mucha probabilidad, su inmersión previa en un lenguaje pictórico de propensión abstracta que reclamaba desde la materia la libertad del gesto, anunciando lo que sería no pocas veces una expresividad incontinente a la hora de abordar el volumen escultórico- Estamos pensando, por ejemplo, en una obra, “La vieja pelleja” (1974), perteneciente a su primer periodo de escultor. En ella ya está presente la figura, una figura humana de piernas abiertas que se alza y se asienta sobre las latas del material que le ha dado forma. Mientras dos cajas de hojalata, contenedoras poco antes del poliéster utilizado por el artista, se encuentran en el suelo, otra tercera está fijada a la superficie pintada en policromía –un lienzo– pendiente de la pared. En ese último punto encuentra apoyo el volumen de la figura sin cabeza, cuya sombra se proyecta sobre el cuadro gracias al artificio de la pintura.
    Prosiguiendo con el comentario de esta obra, conviene hacer hincapié en cómo el desdoblamiento del motivo principal viene a aunar el espacio real ocupado por las tres dimensiones de la imagen matérica, y el espacio virtual de la tela que se encuentra detrás y a la cual se ha adosado una luz de neón por su parte inferior. La figura femenina de poliéster se muestra contorsionada y alejada del canon realista, sumida en una suerte de desenfreno bacante que deja fuera de sí hasta su propia piel. Así es, Nagel pone de relieve en esta pieza la disparidad del envoltorio dérmico, que parece querer retirarse del cuerpo como si fuera un simple vestido, o bien una máscara encubridora de la anatomía al completo, salvo de la inexistente cabeza.
    Hay que señalar, asimismo, el empleo que e1 autor hace, en la escultura, de objetos usados y humildes a los que confiere categoría artística por el interés que adquieren para la elaboración de su trabajo. Aquí se trata de servirse de lo más próximo y relacionado con la actividad desempeñada: los recipientes de hojalata que sirven de pedestal y asiento a la figura muestran sin reparos el chorreo del material que encerraban, las huellas diversas de su función anterior. Ahora, vacíos, acusan en silencio otro desplazamiento realizado en la obra: ya no el mencionado con anterioridad relativo al y su sombra, sino el protagonizado por el poliéster informe que ha salido de la caja y, en simbiosis con la fibra de vidrio, se ha convertido en forma reconocible y se presenta erigida sobre el mismo envase que lo albergaba.
    Paul Valéry sostenía la existencia de tres cuerpos en el cuerpo de cada uno de nosotros. El segundo de la terna correspondería a la apariencia exterior, sería, según sostiene el poeta, "aquel que ven los otros, más o menos el que nos ofrece el espejo, o los retratos" (2). El segundo cuerpo corresponde fundamentalmente a la epidermis, "pero todas las personas viven sin que la vida les imponga la necesidad de saber lo que reviste esa piel bastante uniforme de nuestro Segundo Cuerpo" (3). Pues bien, traemos a colación estas observaciones pensando en la obra concreta de Nagel a que nos estamos refiriendo, esa Vieja cuyo recubrimiento dérmico se está desprendiendo como le ocurre a un animal en el acto de ser despellejado, en una suerte de cruda metamorfosis donde aún quedan otros cuerpos, si seguimos a Valéry. El espasmo dionisíaco de la figura se reduplica con el desplazamiento parcial y violento del segundo cuerpo, en una imagen que, de corresponder a su persona el reflejo. Narciso no habría podido soportar ni un segundo, pues en ella no encontraría la atracción de la belleza, sino cruento desgarro, y es sabido que Narciso está mucho más capacitado para amar a su doble ilusorio que a sí mismo. En cambio, lo que Nagel
hace posible aquí es una contemplación del hombre fuera de las circunstancias normales en que lo apreciamos, anulando cualquier resquicio ideal que le conceda una superioridad con respecto al medio animal o incluso a los fenómenos furiosos de la naturaleza.
    Todo esto nos conduce al tratamiento carente de jerarquías que Nagel concede a su variado repertorio de imágenes. Si con frecuencia recurre a la figura humana, también se vale a menudo de la animal, y no resulta extraño, además, ver cómo asocia rasgos humanos y animales cuando lo considera oportuno. En otro orden de cosas, y a propósito de la pintura de Francis Bacon, Gilles Deleuze escribe que ésta constituye "una zona de indiscernibilidad, de indecibilidad, entre el hombre y el animal. El hombre deviene animal, pero no lo viene a ser sin que el animal al mismo tiempo se convierta en espíritu, espíritu del hombre, espíritu físico del hombre presentado como Euménide o Destino"(4)- Las diferencias entre los dos artistas mencionados resultan enormes, pero, aún así, parece haber algo próximo que subyace en la consideración hombre-animal a través de la obra de ambos, y no es otra cosa que la atracción por un destino parejo de las diversas clases de seres vivientes, más explícita en el medio formal adoptado entonces por Andrés Nagel que en el fóbico y desencajado clima creado por Bacon, el cual apela sobre todo a demonios invisibles, aunque reales y amenazantes, que pueden anidar incluso en las entretelas psicológicas de la subjetividad.
    Hay veces en que Nagel trata la presencia humana en su obra en términos parangonables a la fábula de escasa ejemplaridad y, cuando así ocurre, bien puede dotar a sus personajes de ciertos caracteres que tienden a caricaturizar su anatomía y los aproximan a una suerte de hibridación, de fauna fantástica que extiende sus tentáculos hacia el medio real e incluso cotidiano. Por otra parte, también el animal por sí mismo ha sido objeto de su atención artística, no sólo en el trabajo en tres dimensiones, sino igualmente en el bidimensional. Animales domésticos como la vaca o el caballo, o en estado salvaje como tigres o cocodrilos, por no hablar ya del tan hispánico toro bravo, han poblado la producción del artista vasco solos o en compañía del hombre. La atención que presta a unos y otros es similar; todos ellos forman parte, a la postre, de la gran tragicomedia de la existencia –por decirlo de algún modo–, de la que forma parte cuanto constituye la vida.
    El arte contemporáneo ha dado creadores sobresalientes interesados por no establecer escisiones de principio entre el medio humano y el animal, y cuando, sin ir más allá, Bruce Nauman fabrica en poliuretano esos cuerpos mutilados y deformes de seres pertenecientes a una fauna ambigua, que giran colgados en carrusel o penden del techo, nos introduce en atmósferas de violencia similares a las que consigue con sus figuras humanas y lineales de neón, o con sus cabezas masculinas de cera, éstas colgadas sin cuerpo cual trofeos decapitados que remiten a la barbarie, a un estado donde lo que se entiende por tiempo de civilización brilla por su ausencia y desencadena los mayores atropellos, aunque éstos puedan no provocar un gran ruido mediático, porque existen formas de violencia cotidiana que se llevan a cabo sin dejar muchos rastros de
identificación inmediata.
    Volviendo a Nagel, hemos de observar que él prefiere, en líneas generales, el tratamiento manifiesto de la paradoja, de la reunión de contrarios, lo cual no implica que haya eludido plasmar situaciones centradas en la violencia, sobre todo en obras de su primera etapa como la que nos ha ocupado la atención hace un rato. Todo artista es permeable al medio en que vive, aunque ello pueda no traducirse de manera literal en sus trabajos, y aquel tiempo —la primera mitad de los setenta— acarreaba un clima en este país donde las libertades necesarias para el desarrollo humano en libertad y democracia aún suponían una peligrosa utopía. Sin embargo, Nagel se mueve a lo largo de su dilatada producción en el terreno del contraste, en tanto que éste le sirve como recurso dinamizador para espolear el campo perceptivo y, desde la ambigüedad y la paradoja, establecer tensiones en el plano de la significación. Lo que el artista práctica no es otra cosa que un procedimiento expresivo de continua articulación dinámica, lo cual le lleva asimismo a una atracción por la metamorfosis, por la idea de transformación o de transmutación. Nagel, cual simpatizante de Dioniso, tiene el poder de introducirse en todas las pieles, de variarlas de posición y estado, de intercambiarlas sin que ello implique la puesta en escena de un mero juego burlón, de una especie de comedia intrascendente. Por el contrario, el aparente desenfado de muchas de sus obras busca mayor intensidad al aunar lo disímil, a sabiendas de que todo está relacionado en la naturaleza. En lo que se refiere a la ironía que pueden destilar sus trabajos. Calvo Serraller escribió que "no le invita, como a los pop, a ausentarse, pero su forma de participación no es la de un surrealista, ya que no cree en lo maravilloso, y, aún menos, la de un expresionista, ya que no piensa tampoco en subrayar sentimientos. Como Gombrobicz, se halla atrapado por la seducción del caos viviente, que es un caos animado, dinámico, catastrófico"(5).
    En la última etapa de su quehacer, la figuración ejercida por el artista se muestra mucho más ambigua a resultas de un proceso de despojamiento deliberado de rasgos formales, a cuya práctica ya no se considera necesario recurrir. No obstante, el universo desgranado por Nagel sigue entrañando la misma variedad en su unidad de fondo, una unidad que nos lleva a la comparación de "La vieja pelleja" con la serie de cuatro imágenes ambiguamente humanas llevada a cabo entre los años 2003 y 2004. Hace tiempo que el autor prescindió también de los títulos, evitando así que las leyendas rotulares, imbuidas de cercanía semántica, fueran tomadas con alguna literalidad por parte del espectador, a quien se le incita, precisamente, a no quedarse en el simple nivel de la apariencia del mensaje. Pues, del mismo modo que las imágenes derivan en otras imágenes, la transmisión del título también puede ser desviante, adaptable a otros ámbitos significativos de mayor calado.
    La serie de vagas y mutiladas anatomías que hemos mencionado hace un momento está igualmente realizada en poliéster y fibra de vidrio, pero hay más objetos —de materiales distintos— conviviendo en todas estas obras. Cada una de las cuatro imágenes corpóreas alza su expresiva deformidad sobre un ligero mueble con ruedas, metálico y de diseño industrial. Se trata de una suerte de peana abierta, rectilínea y brillante, la cual vale además para soportar, por la parte inferior, el tubo de luz fluorescente que acompaña la figura en tres dimensiones, no sólo iluminando, sino haciendo algo más: subrayar la verticalidad del conjunto escultórico, a la vez que la pureza y levedad del signo lineal encendido viene a compensar la sensación de masa irregular producida por el cuerpo figurante en cada obra. No hay énfasis de gravedad en esas figuras de volumen hueco, aunque abultado, que dan la sensación de sostenerse en equilibrio precario en las mesillas desplazables. En lugar de entronizarse sobre el centro de la base cromada, los cuerpos se desplazan hacia un lado aumentando el efecto de inestabilidad y, de esa guisa, dejan espacio para que el tubo fluorescente insertado en la rejilla del carro no tropiece con ellos.
    Estas obras relativamente recientes nos traen a la memoria "La vieja pelleja" por varias razones que trataremos de exponer. El lenguaje formal ha variado de una a otras, pero la idea que sustentadlos trabajos sigue siendo semejante a pesar de los treinta años transcurridos. Ahora los cuerpos tienden a una abstracción de sus detalles, manteniéndose el acento en la deformidad erguida, pero lejos ya de la desgarrada y libre figuración de la Vieja. Tampoco aparece más el cuadro pintado del fondo, y sí lo hace la pintura recubriendo en monocromía la superficie completa de cada cuerpo, éste más mutilado que entonces, abstraído de pormenores anatómicos. Por otro lado, el neón aplicado a la parte inferior de la pintura que colgaba en la pared se ha desplazado al núcleo de la escultura, integrándose en ella y contribuyendo, mediante su luz inmaterial, a la proyección de la sombra en la pared cercana. No hace falta seguir pintando la sombra de la imagen tridimensional en el lienzo trasero, porque ese efecto doble o desplazado lo facilita, en la serie, la propia disposición del aparato luminoso. Nagel ha evolucionado hacia la economía de medios expresivos sin perder capacidad de comunicación de tensiones. La sensación dinámica y precaria, la sugerencia de metamorfosis y la impresión de que el cuerpo es desgajable están en aquella obra y en éstas, aunque recientemente asistamos a otra variante traumática de levantamiento de la piel, en incisiones de propensión vertical por las cuales asoma la distinta coloración interior del cuerpo vacío, remarcando así la calidad vulnerable de la superficie herida. Esos surcos y oquedades abiertas sin miramientos dejan entrever el espacio interior de cada figura, revelan el inquietante claroscuro de las mismas y pronuncian la mutable articulación de unas anatomías expuestas, como en realidad están los cuerpos, a la declinación y al percance.
    Más ambigua todavía desde el punto de vista de la forma es otra serie muy reciente —de 2005— donde el cuerpo, ahora acostado, parece flotar en el aire de la habitación bajo una luz fluorescente que subraya en paralelo su horizontalidad. También éstas son obras de largura amplia y, en su tendencia amorfa, presentan cortes por lados diferentes de su envoltura desvelando la oscuridad del hueco interno en la proximidad de la raya luminosa que tienen encima. La línea fluorescente está acoplada a una estructura metálica que el propio artista ha fabricado, como lo hizo en la escultura titulada "El árbol de la tía de Jesús", de 1974. Esta obra es una demostración, de nuevo, de la coherencia en la evolución de los planteamientos a través del quehacer general de Andrés Nagel. Ahí la figura yacente poseía rasgos anatómicos claros, en una postración flotante que hacía directa alusión a la enfermedad, a un estado de internamiento hospitalario. El tubo de goma insertado en uno de los brazos del personaje da cuenta de ello, pero, asimismo, su cuerpo estirado levita en el espacio bajo la especial iluminación cercana. En realidad, ésta y las otras imágenes de la serie actual con la que guarda relación están colgadas del techo mediante finos cordones, lo mismo que se sustenta así la lámpara situada sobre cada una de ellas.
    Las piezas de esa serie tan reciente ya no cuentan con trazos antropomórficos en el alargamiento monocromo —blanco o amarillo al óleo— de su materia, que no ha cambiado en lo sustancial. Su vaguedad formal amplía el campo semántico, la posibilidad de asociaciones significativas en la mente del espectador. La escena doliente ya no se manifiesta, y, sin embargo, estos objetos producen inquietud con sus leves ondulaciones y su vientre abierto, sometidos a la potencia de una luz fría que los empuja aún más hacia la disolución. Es como si Nagel se situara a propósito entre la forma y la informa, entre la presencia y la amenaza inminente de ausencia, entre lo humano y lo que corresponde a cualquier otra parcela de la existencia en este mundo. Nada está a salvo de mantener el mismo estado en perpetuidad. Por razones diversas los seres y las cosas cambian, incluso involuntariamente, de la mano del hombre o por voluntad del tiempo y de las fuerzas de la naturaleza.
    Pero caben muchas más interpretaciones posibles ante la contemplación de estos trabajos. El artista ha querido, precisamente, ensanchar con los años el campo semántico de sus imágenes, y para lograrlo ha seguido una evolución formal hacia la disolución de los rasgos considerados ahora no pertinentes, hacia la síntesis, hacia la difuminación de los particulares en pos de un trabajo abierto con prolongación significativa en la mente de quien lo percibe. Para un sector importante del arte contemporáneo es fundamental la participación activa del espectador, hacerle cómplice de un viaje de horizontes más amplios de lo que tiene a simple vista, requiriendo tanto la continuidad de su mirada, como el ejercicio de la cabeza y de su capacidad de relacionar y de atender a las preguntas que la obra artística puede plantearle, en lugar de esperar de ella un simple refuerzo de lo ya evidente o conocido.
    Eso no quiere decir que Nagel haya abandonado para siempre el caudal de su figuración o las incursiones en el ámbito de la ironía, la cual siguen destilando otras obras en mayor o menor dosis. La ironía no sólo es argucia burlona, sino figura retórica consistente en dar a entender lo contrario de lo que se expresa. Por tanto, el proceder irónico, amigo de la reunión de contrarios, no resulta ajeno a ciertos autores, quienes, como el artista que nos ocupa, han decidido valerse con cierta frecuencia de la paradoja planteando situaciones próximas al absurdo con tal de meter el dedo en la llaga del resbaladizo mundo de las apariencias. Bataille ha hecho una defensa de la risa surgida de la gravedad, porque  viene a ser una manifestación liberadora ante la conciencia de inestabilidad de la vida humana. "Decir que riendo abro el fondo de los mundos es una afirmación gratuita. El fondo de los mundos abiertos no tiene en sí mismo sentido. Pero justamente es por eso por lo que le puedo relacionar otros objetos de pensamiento" (6).
    En otra serie de 2005, con funcionamiento independiente de cada obra al igual en que las series mencionadas antes, el escultor aglutina también objetos de variado cariz, pero en este caso aparece entre ellos el gesto de la palabra escrita en el aire. El protagonista de estos trabajos no es aquí el cuerpo entero, sino la cabeza o, mejor dicho, una extraña formación de reminiscencias craneales que va tomando variaciones de una pieza a otra, todas realizadas en fibra de vidrio y poliéster, así como rasgadas con especial énfasis en su parte superior, que ofrece aberturas múltiples presentando distinta coloración a la del resto de la peculiar testa. Estos objetos fabricados por la mano del artista están insertados en estructuras tubulares de metal que pueden corresponder lo mismo a la pata de un taburete volcado, que a un trípode concebido antes para otros usos. De nuevo Nagel aprovecha la existencia de útiles ajenos al medio del arte para introducirlos en su mundo, aunque el acento irónico y desviante de esas obras lo pone el nivel significativo de las palabras confeccionadas con alambre, que, desde su punto de partida en los objetos, se despegan cual grafías atmosféricas en gesto ligero y prolongado.
    La linealidad e ironía de esas palabras se contrapone al volumen adyacente de las cabezas agredidas, y mediante esa oposición el artista está, además, situándose en la esfera semántica del equívoco. Es como si advirtiera al espectador de que hay que desconfiar de la supuesta verdad transmitida por los sistemas representacionales basados en las imágenes y en las palabras, cada día más poblados de argucias. En este sentido, tendría razón de ser la incursión deliberada en el equívoco, su osada, por directa, puesta en escena, la cual origina un choque en el momento de la percepción ante la advertencia sin tapujos de que las apariencias engañan.
    La mayoría de las imágenes que pueblan el mundo que vivimos ha ido perdiendo la inocencia, la propiedad de remisión verdadera y sin interferencias a la realidad de la que pretenden suponer un reflejo. Hoy el enmascaramiento y la desviación informativos suplantan en gran medida los rasgos de lo real, que poco a poco se van tornando extraños, aislados del plano de la comunicación con otras realidades, también ellas impelidas a vivir en la simulación. Y es precisamente ahí donde un sector del arte contemporáneo, empeñado todavía en sondear en lo real incluso a través de sus apariencias desviantes, tiene por delante un largo camino de actuación.
    Un asunto más puesto de relieve en ciertas obras recientes de Nagel es el equilibrio precario en que se desarrollan esas composiciones escultóricas. Hace un rato hemos observado algo similar en la serie de los cuerpos levantados sobre mesillas. Pero existen otros trabajos realizados en los últimos tres años donde la unidad del cuerpo se ve sustituida por el fragmento, por una pluralidad de formaciones abstractas que recuerdan elementos básicos de la naturaleza, del medio orgánico y del inorgánico. Se trata, de nuevo, de obras en poliéster y fibra de vidrio, a veces combinadas con recubrimientos parciales de plomo, y pintadas ora en varios colores, ora en monocromía. Las piezas dispares que las integran se superponen en sensación de difícil estabilidad, como si su objetivo fuera plantear una dinámica temporal que conduce a la caída y a la destrucción, lejos de la idea de permanencia e impasibilidad. Los volúmenes sobrepuestos encuentran apoyo en el suelo con la ayuda de patas y pértigas, y la altura de cada conjunto supera en ocasiones los dos metros. Estas frágiles y ambiguas construcciones dan la impresión de apelar, también, a encuentros del azar, de lo que sobreviene sin planificación racional, o, como decía
el dadaísta Hans Richter, "en protesta contra la rigidez de un pensamiento rectilíneo"(7), lo cual no implica que Nagel se deje llevar, en lo fundamental, por la casualidad, pues la elaboración de las series requiere un proyecto y unas variaciones a partir de él.
    Desde su mirada circular, el artista se siente asimismo atraído por el mundo vegetal, que desarrolla en imágenes bien de propensión figurativa, o bien abstrayendo o desviando los detalles del natural a fin de situarse en territorios híbridos, carentes de concreción y por ello inquietantes. En las esculturas de pared del último periodo, por ejemplo, hay abultamientos de color parcialmente rotos —como lo estaban las cabezas y los cuerpos tratados más arriba— que se sujetan al muro por extremidades tubulares finalizadas en una especie de floración pilosa, correspondiente a la fibra de vidrio empleada. Se hallan a medio camino entre el reino vegetal y el animal, pero en otras ocasiones lo que predomina es un tejido disparejo de memoria tubular o lineal donde los remates en flor de la propia fibra cuentan con animada presencia tanto en la pared, como alzándose exentas desde el suelo. Sin embargo, no existe en estas obras un propósito mimético con respecto a lo que la vida vegetal presenta, sino que ante todo, lo surgido surge aquí responde a la larga experiencia con una materia de la cual Nagel ha afirmado lo siguiente: "Trabajo con la fibra de vidrio porque puedo hacer con ella lo que quiero. A mí el material no me importa, sino lo que yo puedo hacer con él"(8).
    En otra serie precedente a esos trabajos, realizada a comienzos del segundo milenio, las formaciones de tendencia tubular se erigen en policromía y con alguna ondulación desde una suerte de recipiente de plomo situado en el suelo. También ahí la reminiscencia vegetal nos asalta, pero a la par vemos que el remate superior de los troncos se lleva a cabo mediante la incrustación en ellos de botellas y botes de diverso origen. Así que el contraste sobreviene de nuevo, la desviación semántica, la convivencia entre lo elaborado por el propio artista, y lo
apropiado del universo de consumo cotidiano que tiene alrededor.
    Algunos bronces de pequeño formato también dejan aflorar retículas de impronta vegetal, cercanas como idea a las hechas con fibra de vidrio y poliéster formando tejidos de cruzamiento irregular y ligero. Son, esas obras metálicas, como dibujos lineales desplegados al aire, abiertos a él, simples y complejos a la vez. Pueden ser, igualmente, osamentas constructivas a las cuales abandonan el precepto y la certeza de su asentamiento, porque han nacido de una libre relación dinámica, espacial y temporal. En otros ejemplares en bronce se manifiesta, en cambio, el volumen, aunque a veces de modo sólo parcial. Nos estamos refiriendo ahora a las cabezas masculinas embutidas por el cuello en espigones de hierro, bañadas a chorros de pintura blanquecina que cae por ellas cual profanación rompedora de su imperturbabilidad. Así se vuelven vulnerables, en ese discurrir de la pintura sobre el gesto congelado, petrificado, del metal.
    Creemos que es a Tristan Tzara a quien se debe la afirmación de que el arte es un poeta con las costillas rotas. Y, pensando en el caso de Andrés Nagel, las palabras de Tzara no cobrarían tanto un significado doliente, sumido en el lamento del traumático golpe en el espinazo, como entrañarían una reacción que, ante la gravedad y el sinsentido de tantas cosas, echa mano de la vitalidad dionisíaca donde incluso lo cómico responde, según Nietzsche, a la "descarga artística de la nausea de lo absurdo"(9).


Notas

( 1 )   Friedrich Nietzsche , El Nacimiento de la tragedia, Madrid, edic. de 1997, p. 59

(2)  Paúl Valéry, Estudios filosóficos, Madrid, 1993, p. 189

(3)   Ibíd., p. 190

(4)   Gilles Deleuze, Francis Bacon, Lógica de la sensación, Madrid, 2002, p. 30

(5)   Francisco Calvo Serraller, “Nagel y el zoopraxiscopio”, en Andrés Nagel, 1974-l995, Fundación BBK, Bilbao, 1995, p. 18

(6)   Georges Bataille, La experiencia interior, Madrid,
1973, p. 191

(7)   Hans Richter , "Azar I", en Ida Rodríguez Prampolini y Rita Eder, Dada/Documentos, México D. F., 1977, p. 275

(8)   Vid. Donald Knaub,, "Mi conversación con Andrés", en Andrés Nagel, Museo Rufino Tamayo y Museo de Monterrey, México, 1991, p. 33

(9)   Friedrich Nietzsche, op. cit., p. 79