Miguel Logroño 2

La imagen imaginante

LA IMAGEN IMAGINANTE

MIGUEL LOGROÑO

Nagel, para mí, es una exposición —lolas-
Velasco, Madrid— a la que los datos biográfi-
cos del catálogo me ayudan a ponerle fecha:
1974. ¿Qué quiero decir con ello?; ¿que es, al
pie de la letra, sólamente esa —única— mues-
tra, como si la singularidad de su contenido hu-
biese venido a derogar cuanto le precedió y,
anticipándose, la intensidad de lo que habría
de proseguir? Trato de sugerir algo más ínti-
mo, que se erige en el territorio particular del
espectador, y que guarda relación con lo que,
también sin buscarlo, se encuentra. Hallazgo
de Andrés Nagel, un espacio artístico que emer-
ge desde lo inconcebible —actitud personal en
un determinado, «concebible» tiempo
español— y asombro de Andrés Nagel. Un sen-
timiento que irrumpe, un a modo de alerta
brindado a la mirada de las cosas y de las si-
tuaciones —en el arte— de indefinible locali-
zación.
Debiéramos de suponer ese momento, quince
años atrás; no una historia que se remonta, si-
no el inminente ayer, el hoy denotándose en las
señales que «se palpan». La propiedad de Na-
gel, como la de todo creador, se hace valer, en-
tre otros factores, en la ingrávida condición de
lo que carece de memoria. O así lo disimula.
De ahí lo súbito, lo sin antecedentes de su ma-
nifestación clausurando el recuerdo —hasta de
lo más inmediato, de ese tembloroso en tanto
que sólido límite en el que el recuerdo pugna
por alejarse o regresar— e inspirando realidad.
Andrés Nagel o una nueva dimensión de lo su-
rreal, alcanzó a considerarse, en síntesis, la vi-
sión, con un título —aprecio posterior— no
demasiado feliz, asignable a lo que no se con-
trola del estupor. Los presupuestos estéticos al
uso, la perezosa rendición a las formulaciones
acríticas de la memoria común del que asiste
a lo exterior del arte trazaban, así, una vía de
escape ante la sabia (des)memoria de quien hace
y se hace como si tal envoltura no existiera, del
artista.
¿Qué es ese —aparente— velado del recuer-
do, esa (des)memoria como poderoso indicio
del universo de Nagel? Me atrevo a estimar que
un tema de percepción del fondo que anima su
adecuada, irrechazable forma. Y a la inversa.
Una magnitud de la inteligencia sospechable en
el oscilante ir hacia el origen impalpable del
proyecto para derivar en lo palpable de un fi-
nal, que a su vez se abre a una probabilidad
de retorno. La obra de Andrés Nagel no recuer-
da estrictamente —a— nada, en la morfología
de los presupuestos estéticos antes evocados,
y, sin embargo, mientras establece su irreferi-
ble autonomía, está planteando una cuestión
de raíz: la de las posibles referencias. En la li-
bertad del aire y del sueño. Sucede como cuan-
do procuramos identificar —recordar— la
cualidad de un sueño. Empresa inalcanzable,
aunque hayamos acabado de despertar. Alu-
do a un proyecto de identificación unitario. El
sueño ha sido y es, inequívocamente. Dijérase
que no se le pueda negar una categoría de lo
real. Pero quién sabe si por el préstamo signi-
ficativo del despertar. El sueño y el estado de
vigilia de los signos —trasunto de un mundo
y de quienes lo integran y organizan— consti-
tuyen espacios en relación de un entendimien-
to de lo real. Y no sé si decir que el mismo
espacio.
Por el tránsito de uno a otro punto, o por
el tránsito y la movilidad de un emplazamien-
to sustancialmente único, se advierte un esque-
ma de liberación de «lo que se expresa» a través
de Andrés Nagel. Cualquiera que sea el medio
o el soporte, lo expresado trasciende una no-
ción incierta —la incertidumbre es el sostén de
lo evidente— de un despertar de lo real a lo
real. Técnica mixta sobre poliéster, fibra de vi-
drio o de humo: como de lo pintado a lo vivo,
o de lo vivo a lo pintado. Un despertar. El uni-
verso que amanece no precisamente tras un
anochecer, sino tras un amanecer, trasladan-
do al arte la formulación de una dinámica que
es igual al arte y a la vida. Así de sencilla pue-
de ser la propuesta de Andrés Nagel, y así de
complicada para el contemplador en escorzo,
que se desvive en su propuesta de no ver —o
no intentarlo— el arte, y no existir. Lo fantás-
tico en Nagel, se ha llegado a exclamar respec-
to a su trabajo, más como una huída de la
legítima naturaleza de lo propuesto que como
un reconocimiento armónico de lo que el ar-
tista —nos— despierta: lo real en un desplie-
gue de lo ¿soñado?, replegándose al unísono
en lo real.
He de volver a lo afirmado al comienzo. Di-
je que Nagel es una exposición —aquella o la
que ahora tiene lugar en Vitoria— para subra-
yar, de hecho, la primacía y la constancia de
un carácter. Esto es, la personalidad —valor
de distinción— de un artista que alienta su pro-
gresión, en el orden que rige la verificación del
concepto, manteniendo unos agentes que se re-
gistraban en la primera manifestación. El
asombro de Nagel —insisto: ya en el
principio— reside en una muy particular acep-
ción de la imagen hecha cuerpo, verificada des-
de su carne. La escultura —volumen,
movimiento, organización exenta en el
espacio— de Andrés Nagel, y la materia con
que está «modelada». Un proyecto de libertad
asentado ya en su ser material. ¡Cuánto bien
han podido hacer en el ámbito escultórico es-
pañol algunos no cuestionados nombres, de
aquí y de allá, y cuánto daño! Abstracción o
figuración: masas, huecos, vacíos —valga la
teoría, la angulación de lo que se mira más que
la de lo que se cavila— malversados en un obs-
tinado seguimiento, miméticos de bronces, hie-
rros y mármoles. No es de extrañar, a tales
efectos, la ecológica crisis de la energía y, en
consecuencia, del pensamiento artístico. Pero
he aquí que en esa antológica de un reiterar in-
terminable, brota Andrés Nagel con una insó-
lita —en el horizonte hispano— concepción de
la materia. El granito y la margarina, frustra-
dos por tanto encaje de bolillos cedidos al «sa-
cador» experto en monumentos funerarios y
firmados por el prócer, han de reconsiderar su
monótono destino ante el material que fertili-
za. El de este luminoso alquimista que es Na-
gel, y que no describiré para no cometer errores
de fundamento. Y porque, con su transforma-
ción etiológica, es la equivalente materia que
perdura.

Andrés Nagel: un artista con materia —
además de la que se ha destacado, también en
su vertiente de argumento— y con imagen, fa-
cultad del ver que le posibilita ser visto, y per-
mite al resto ver por medio de él. En la sorpresa
continuada, sin relevo, de la imagen que dela-
ta a Nagel no sería prudente confundirla con
la imaginación. Bien se puede constatar en su
obra que el artista imagina —recrea, idealiza,
representa unos seres y unas relaciones otor-
gándoles convicción—. Pero de ese ejercicio no
ha de surgir la auténtica imagen. Esta se pro-
ducirá a partir de lo dicho: cuando la imagen
es capaz de imaginar por sí misma, y, en pro-
yección, al propio creador y a nosotros, con-
templadores. La imagen del arte es algo que no
nos puede ser ausente, que no nos puede pasar
de largo. La imagen es el compromiso del ge-
nuino artista — Baudelaire no será anulado por
la computadora— para que lo demás pueda re-
conocerse en ese compromiso. La'imagen es un
ojo, y el ojo y el sentimiento que la sorpren-
den. Todo ese territorio de lo indescifrable, pe-
ro real, que Andrés Nagel trazó entonces y
sigue trazando. Antes y después de que dicho
territorio acceda al protocolo de una expo-
sición.
No ha faltado, a lo largo del análisis histó-
rico, quien invocara al «pop». ¿Qué significa
todo esto? Una imagen de lo «pop» a lo mejor
en sentido contrario. Es decir, de acuerdo a lo
que no está en los cánones de este movimien-
to, y que, de tanto no estarlo, acaba estándolo
un poco. Problemas, a fin de cuentas, concer-
nientes a la dificultad de aceptar que el diálo-
go necesario entre materia e imagen —o entre
cuerpo y forma propiciando una unión
indesligable— determinan una razón —
visual — propia, no dependiente de lo demás.
Problemas de carencia de apoyos extraños en
el juicio, como cuando se acude con parecidas
intenciones a la «nueva figuración» y hasta la
postmodernidad —lo moderno no puede ser
moderno sin el prefijo «post»— o al expresio-
nismo, naturalmente moderno, dicen que hoy
en crisis —a la espera de la inevitable
resurrección— motivada por el auge de los mo-
dernos geómetras. Y como cuando se acude al
espíritu y la acción de lo cubista, un corte ahí,
la superposición y la amistad de unos planos,
y la representación en su término exacto. To-
do ello podría ser, en especial tratándose de An-
drés Nagel, para concluir siendo lo que es:
Nagel. Lo inexplicable del arte haciendo expli-
cable cuanto lo representa acudiendo a lo pre-
ciso. Unos cuantos elementos alumbrando una
imagen: de lo que solemos mirar con la neutra
mirada de la esfinge, con la penetrante mirada
de la esfinge, de lo imprevisto, de lo ¿imagi-
nario?, de lo real, en suma.
Y en tal caso, con un poco de humor. Ale-
gría, sonrisa, ironía, gracia —jovialidad, por
una parte, y la obra en «estado de gracia», co-
mo factor resultante—... Otra o la misma ma-
teria, el humor, al borde de lo que recorren las
formas y plenamente inmerso en lo total de la
representación. Aporte principalísimo de la
(des)memoria de Nagel, esta corriente, la del
humor, fluye e impregna su entera geografía
artística confiriéndole seriedad. Pero el humor
-—se comprenderá— no tiene nada que ver con
el voluntarioso, tristísimo jolgorio con el que,
por lo general, el artista —y en avanzada, el
español, tan carente de humor— y su obra sue-
len aburrirnos, abrumándonos con tanta tras-
cendencia de parvulario. El humor será como
un encantamiento. Algo, en Andrés Nagel, por
lo que lo imposible se hace absolutamente ló-
gico en el concierto de lo que se representa. Y
que ha de disimularse, sabiamente. Porque el
humor proviene también de una actitud ante-
rior. De una manera de penetrar las cosas pa-
ra disimularlas y revelarlas en sus razones más
profundas. Esto es un viento, una fuerza que
atraviesa lo que adquiere calidad de expresión.
Un nervio vendría a ser el humor. ¿Acaso es
otra cosa? Tal vez, el genio. No —sólo— el
buen o mal humor, el buen o mal genio, sino
el genio en su unitario y fecundo enunciado.
¿La capacidad de sonreir? La capacidad de di-
simular el talento, como si lo hecho no tuviese
ninguna importancia. Y, sin embargo, ahí es-
tá. Nada se hace por azar, como por arte de
magia o por milagro. ¿Tú crees en los mila-
gros? A veces, desesperadamente. Pero, por lo
común, yo creo en lo que veo y aprecio.

LA IMAGEN IMAGINANTE

MIGUEL LOGROÑO

Nagel, para mí, es una exposición —lolas-
Velasco, Madrid— a la que los datos biográfi-
cos del catálogo me ayudan a ponerle fecha:
1974. ¿Qué quiero decir con ello?; ¿que es, al
pie de la letra, sólamente esa —única— mues-
tra, como si la singularidad de su contenido hu-
biese venido a derogar cuanto le precedió y,
anticipándose, la intensidad de lo que habría
de proseguir? Trato de sugerir algo más ínti-
mo, que se erige en el territorio particular del
espectador, y que guarda relación con lo que,
también sin buscarlo, se encuentra. Hallazgo
de Andrés Nagel, un espacio artístico que emer-
ge desde lo inconcebible —actitud personal en
un determinado, «concebible» tiempo
español— y asombro de Andrés Nagel. Un sen-
timiento que irrumpe, un a modo de alerta
brindado a la mirada de las cosas y de las si-
tuaciones —en el arte— de indefinible locali-
zación.
Debiéramos de suponer ese momento, quince
años atrás; no una historia que se remonta, si-
no el inminente ayer, el hoy denotándose en las
señales que «se palpan». La propiedad de Na-
gel, como la de todo creador, se hace valer, en-
tre otros factores, en la ingrávida condición de
lo que carece de memoria. O así lo disimula.
De ahí lo súbito, lo sin antecedentes de su ma-
nifestación clausurando el recuerdo —hasta de
lo más inmediato, de ese tembloroso en tanto
que sólido límite en el que el recuerdo pugna
por alejarse o regresar— e inspirando realidad.
Andrés Nagel o una nueva dimensión de lo su-
rreal, alcanzó a considerarse, en síntesis, la vi-
sión, con un título —aprecio posterior— no
demasiado feliz, asignable a lo que no se con-
trola del estupor. Los presupuestos estéticos al
uso, la perezosa rendición a las formulaciones
acríticas de la memoria común del que asiste
a lo exterior del arte trazaban, así, una vía de
escape ante la sabia (des)memoria de quien hace
y se hace como si tal envoltura no existiera, del
artista.
¿Qué es ese —aparente— velado del recuer-
do, esa (des)memoria como poderoso indicio
del universo de Nagel? Me atrevo a estimar que
un tema de percepción del fondo que anima su
adecuada, irrechazable forma. Y a la inversa.
Una magnitud de la inteligencia sospechable en
el oscilante ir hacia el origen impalpable del
proyecto para derivar en lo palpable de un fi-
nal, que a su vez se abre a una probabilidad
de retorno. La obra de Andrés Nagel no recuer-
da estrictamente —a— nada, en la morfología
de los presupuestos estéticos antes evocados,
y, sin embargo, mientras establece su irreferi-
ble autonomía, está planteando una cuestión
de raíz: la de las posibles referencias. En la li-
bertad del aire y del sueño. Sucede como cuan-
do procuramos identificar —recordar— la
cualidad de un sueño. Empresa inalcanzable,
aunque hayamos acabado de despertar. Alu-
do a un proyecto de identificación unitario. El
sueño ha sido y es, inequívocamente. Dijérase
que no se le pueda negar una categoría de lo
real. Pero quién sabe si por el préstamo signi-
ficativo del despertar. El sueño y el estado de
vigilia de los signos —trasunto de un mundo
y de quienes lo integran y organizan— consti-
tuyen espacios en relación de un entendimien-
to de lo real. Y no sé si decir que el mismo
espacio.
Por el tránsito de uno a otro punto, o por
el tránsito y la movilidad de un emplazamien-
to sustancialmente único, se advierte un esque-
ma de liberación de «lo que se expresa» a través
de Andrés Nagel. Cualquiera que sea el medio
o el soporte, lo expresado trasciende una no-
ción incierta —la incertidumbre es el sostén de
lo evidente— de un despertar de lo real a lo
real. Técnica mixta sobre poliéster, fibra de vi-
drio o de humo: como de lo pintado a lo vivo,
o de lo vivo a lo pintado. Un despertar. El uni-
verso que amanece no precisamente tras un
anochecer, sino tras un amanecer, trasladan-
do al arte la formulación de una dinámica que
es igual al arte y a la vida. Así de sencilla pue-
de ser la propuesta de Andrés Nagel, y así de
complicada para el contemplador en escorzo,
que se desvive en su propuesta de no ver —o
no intentarlo— el arte, y no existir. Lo fantás-
tico en Nagel, se ha llegado a exclamar respec-
to a su trabajo, más como una huída de la
legítima naturaleza de lo propuesto que como
un reconocimiento armónico de lo que el ar-
tista —nos— despierta: lo real en un desplie-
gue de lo ¿soñado?, replegándose al unísono
en lo real.
He de volver a lo afirmado al comienzo. Di-
je que Nagel es una exposición —aquella o la
que ahora tiene lugar en Vitoria— para subra-
yar, de hecho, la primacía y la constancia de
un carácter. Esto es, la personalidad —valor
de distinción— de un artista que alienta su pro-
gresión, en el orden que rige la verificación del
concepto, manteniendo unos agentes que se re-
gistraban en la primera manifestación. El
asombro de Nagel —insisto: ya en el
principio— reside en una muy particular acep-
ción de la imagen hecha cuerpo, verificada des-
de su carne. La escultura —volumen,
movimiento, organización exenta en el
espacio— de Andrés Nagel, y la materia con
que está «modelada». Un proyecto de libertad
asentado ya en su ser material. ¡Cuánto bien
han podido hacer en el ámbito escultórico es-
pañol algunos no cuestionados nombres, de
aquí y de allá, y cuánto daño! Abstracción o
figuración: masas, huecos, vacíos —valga la
teoría, la angulación de lo que se mira más que
la de lo que se cavila— malversados en un obs-
tinado seguimiento, miméticos de bronces, hie-
rros y mármoles. No es de extrañar, a tales
efectos, la ecológica crisis de la energía y, en
consecuencia, del pensamiento artístico. Pero
he aquí que en esa antológica de un reiterar in-
terminable, brota Andrés Nagel con una insó-
lita —en el horizonte hispano— concepción de
la materia. El granito y la margarina, frustra-
dos por tanto encaje de bolillos cedidos al «sa-
cador» experto en monumentos funerarios y
firmados por el prócer, han de reconsiderar su
monótono destino ante el material que fertili-
za. El de este luminoso alquimista que es Na-
gel, y que no describiré para no cometer errores
de fundamento. Y porque, con su transforma-
ción etiológica, es la equivalente materia que
perdura.

Andrés Nagel: un artista con materia —
además de la que se ha destacado, también en
su vertiente de argumento— y con imagen, fa-
cultad del ver que le posibilita ser visto, y per-
mite al resto ver por medio de él. En la sorpresa
continuada, sin relevo, de la imagen que dela-
ta a Nagel no sería prudente confundirla con
la imaginación. Bien se puede constatar en su
obra que el artista imagina —recrea, idealiza,
representa unos seres y unas relaciones otor-
gándoles convicción—. Pero de ese ejercicio no
ha de surgir la auténtica imagen. Esta se pro-
ducirá a partir de lo dicho: cuando la imagen
es capaz de imaginar por sí misma, y, en pro-
yección, al propio creador y a nosotros, con-
templadores. La imagen del arte es algo que no
nos puede ser ausente, que no nos puede pasar
de largo. La imagen es el compromiso del ge-
nuino artista — Baudelaire no será anulado por
la computadora— para que lo demás pueda re-
conocerse en ese compromiso. La'imagen es un
ojo, y el ojo y el sentimiento que la sorpren-
den. Todo ese territorio de lo indescifrable, pe-
ro real, que Andrés Nagel trazó entonces y
sigue trazando. Antes y después de que dicho
territorio acceda al protocolo de una expo-
sición.
No ha faltado, a lo largo del análisis histó-
rico, quien invocara al «pop». ¿Qué significa
todo esto? Una imagen de lo «pop» a lo mejor
en sentido contrario. Es decir, de acuerdo a lo
que no está en los cánones de este movimien-
to, y que, de tanto no estarlo, acaba estándolo
un poco. Problemas, a fin de cuentas, concer-
nientes a la dificultad de aceptar que el diálo-
go necesario entre materia e imagen —o entre
cuerpo y forma propiciando una unión
indesligable— determinan una razón —
visual — propia, no dependiente de lo demás.
Problemas de carencia de apoyos extraños en
el juicio, como cuando se acude con parecidas
intenciones a la «nueva figuración» y hasta la
postmodernidad —lo moderno no puede ser
moderno sin el prefijo «post»— o al expresio-
nismo, naturalmente moderno, dicen que hoy
en crisis —a la espera de la inevitable
resurrección— motivada por el auge de los mo-
dernos geómetras. Y como cuando se acude al
espíritu y la acción de lo cubista, un corte ahí,
la superposición y la amistad de unos planos,
y la representación en su término exacto. To-
do ello podría ser, en especial tratándose de An-
drés Nagel, para concluir siendo lo que es:
Nagel. Lo inexplicable del arte haciendo expli-
cable cuanto lo representa acudiendo a lo pre-
ciso. Unos cuantos elementos alumbrando una
imagen: de lo que solemos mirar con la neutra
mirada de la esfinge, con la penetrante mirada
de la esfinge, de lo imprevisto, de lo ¿imagi-
nario?, de lo real, en suma.
Y en tal caso, con un poco de humor. Ale-
gría, sonrisa, ironía, gracia —jovialidad, por
una parte, y la obra en «estado de gracia», co-
mo factor resultante—... Otra o la misma ma-
teria, el humor, al borde de lo que recorren las
formas y plenamente inmerso en lo total de la
representación. Aporte principalísimo de la
(des)memoria de Nagel, esta corriente, la del
humor, fluye e impregna su entera geografía
artística confiriéndole seriedad. Pero el humor
-—se comprenderá— no tiene nada que ver con
el voluntarioso, tristísimo jolgorio con el que,
por lo general, el artista —y en avanzada, el
español, tan carente de humor— y su obra sue-
len aburrirnos, abrumándonos con tanta tras-
cendencia de parvulario. El humor será como
un encantamiento. Algo, en Andrés Nagel, por
lo que lo imposible se hace absolutamente ló-
gico en el concierto de lo que se representa. Y
que ha de disimularse, sabiamente. Porque el
humor proviene también de una actitud ante-
rior. De una manera de penetrar las cosas pa-
ra disimularlas y revelarlas en sus razones más
profundas. Esto es un viento, una fuerza que
atraviesa lo que adquiere calidad de expresión.
Un nervio vendría a ser el humor. ¿Acaso es
otra cosa? Tal vez, el genio. No —sólo— el
buen o mal humor, el buen o mal genio, sino
el genio en su unitario y fecundo enunciado.
¿La capacidad de sonreir? La capacidad de di-
simular el talento, como si lo hecho no tuviese
ninguna importancia. Y, sin embargo, ahí es-
tá. Nada se hace por azar, como por arte de
magia o por milagro. ¿Tú crees en los mila-
gros? A veces, desesperadamente. Pero, por lo
común, yo creo en lo que veo y aprecio.

LA IMAGEN IMAGINANTE

MIGUEL LOGROÑO

Nagel, para mí, es una exposición —lolas-
Velasco, Madrid— a la que los datos biográfi-
cos del catálogo me ayudan a ponerle fecha:
1974. ¿Qué quiero decir con ello?; ¿que es, al
pie de la letra, sólamente esa —única— mues-
tra, como si la singularidad de su contenido hu-
biese venido a derogar cuanto le precedió y,
anticipándose, la intensidad de lo que habría
de proseguir? Trato de sugerir algo más ínti-
mo, que se erige en el territorio particular del
espectador, y que guarda relación con lo que,
también sin buscarlo, se encuentra. Hallazgo
de Andrés Nagel, un espacio artístico que emer-
ge desde lo inconcebible —actitud personal en
un determinado, «concebible» tiempo
español— y asombro de Andrés Nagel. Un sen-
timiento que irrumpe, un a modo de alerta
brindado a la mirada de las cosas y de las si-
tuaciones —en el arte— de indefinible locali-
zación.
Debiéramos de suponer ese momento, quince
años atrás; no una historia que se remonta, si-
no el inminente ayer, el hoy denotándose en las
señales que «se palpan». La propiedad de Na-
gel, como la de todo creador, se hace valer, en-
tre otros factores, en la ingrávida condición de
lo que carece de memoria. O así lo disimula.
De ahí lo súbito, lo sin antecedentes de su ma-
nifestación clausurando el recuerdo —hasta de
lo más inmediato, de ese tembloroso en tanto
que sólido límite en el que el recuerdo pugna
por alejarse o regresar— e inspirando realidad.
Andrés Nagel o una nueva dimensión de lo su-
rreal, alcanzó a considerarse, en síntesis, la vi-
sión, con un título —aprecio posterior— no
demasiado feliz, asignable a lo que no se con-
trola del estupor. Los presupuestos estéticos al
uso, la perezosa rendición a las formulaciones
acríticas de la memoria común del que asiste
a lo exterior del arte trazaban, así, una vía de
escape ante la sabia (des)memoria de quien hace
y se hace como si tal envoltura no existiera, del
artista.
¿Qué es ese —aparente— velado del recuer-
do, esa (des)memoria como poderoso indicio
del universo de Nagel? Me atrevo a estimar que
un tema de percepción del fondo que anima su
adecuada, irrechazable forma. Y a la inversa.
Una magnitud de la inteligencia sospechable en
el oscilante ir hacia el origen impalpable del
proyecto para derivar en lo palpable de un fi-
nal, que a su vez se abre a una probabilidad
de retorno. La obra de Andrés Nagel no recuer-
da estrictamente —a— nada, en la morfología
de los presupuestos estéticos antes evocados,
y, sin embargo, mientras establece su irreferi-
ble autonomía, está planteando una cuestión
de raíz: la de las posibles referencias. En la li-
bertad del aire y del sueño. Sucede como cuan-
do procuramos identificar —recordar— la
cualidad de un sueño. Empresa inalcanzable,
aunque hayamos acabado de despertar. Alu-
do a un proyecto de identificación unitario. El
sueño ha sido y es, inequívocamente. Dijérase
que no se le pueda negar una categoría de lo
real. Pero quién sabe si por el préstamo signi-
ficativo del despertar. El sueño y el estado de
vigilia de los signos —trasunto de un mundo
y de quienes lo integran y organizan— consti-
tuyen espacios en relación de un entendimien-
to de lo real. Y no sé si decir que el mismo
espacio.
Por el tránsito de uno a otro punto, o por
el tránsito y la movilidad de un emplazamien-
to sustancialmente único, se advierte un esque-
ma de liberación de «lo que se expresa» a través
de Andrés Nagel. Cualquiera que sea el medio
o el soporte, lo expresado trasciende una no-
ción incierta —la incertidumbre es el sostén de
lo evidente— de un despertar de lo real a lo
real. Técnica mixta sobre poliéster, fibra de vi-
drio o de humo: como de lo pintado a lo vivo,
o de lo vivo a lo pintado. Un despertar. El uni-
verso que amanece no precisamente tras un
anochecer, sino tras un amanecer, trasladan-
do al arte la formulación de una dinámica que
es igual al arte y a la vida. Así de sencilla pue-
de ser la propuesta de Andrés Nagel, y así de
complicada para el contemplador en escorzo,
que se desvive en su propuesta de no ver —o
no intentarlo— el arte, y no existir. Lo fantás-
tico en Nagel, se ha llegado a exclamar respec-
to a su trabajo, más como una huída de la
legítima naturaleza de lo propuesto que como
un reconocimiento armónico de lo que el ar-
tista —nos— despierta: lo real en un desplie-
gue de lo ¿soñado?, replegándose al unísono
en lo real.
He de volver a lo afirmado al comienzo. Di-
je que Nagel es una exposición —aquella o la
que ahora tiene lugar en Vitoria— para subra-
yar, de hecho, la primacía y la constancia de
un carácter. Esto es, la personalidad —valor
de distinción— de un artista que alienta su pro-
gresión, en el orden que rige la verificación del
concepto, manteniendo unos agentes que se re-
gistraban en la primera manifestación. El
asombro de Nagel —insisto: ya en el
principio— reside en una muy particular acep-
ción de la imagen hecha cuerpo, verificada des-
de su carne. La escultura —volumen,
movimiento, organización exenta en el
espacio— de Andrés Nagel, y la materia con
que está «modelada». Un proyecto de libertad
asentado ya en su ser material. ¡Cuánto bien
han podido hacer en el ámbito escultórico es-
pañol algunos no cuestionados nombres, de
aquí y de allá, y cuánto daño! Abstracción o
figuración: masas, huecos, vacíos —valga la
teoría, la angulación de lo que se mira más que
la de lo que se cavila— malversados en un obs-
tinado seguimiento, miméticos de bronces, hie-
rros y mármoles. No es de extrañar, a tales
efectos, la ecológica crisis de la energía y, en
consecuencia, del pensamiento artístico. Pero
he aquí que en esa antológica de un reiterar in-
terminable, brota Andrés Nagel con una insó-
lita —en el horizonte hispano— concepción de
la materia. El granito y la margarina, frustra-
dos por tanto encaje de bolillos cedidos al «sa-
cador» experto en monumentos funerarios y
firmados por el prócer, han de reconsiderar su
monótono destino ante el material que fertili-
za. El de este luminoso alquimista que es Na-
gel, y que no describiré para no cometer errores
de fundamento. Y porque, con su transforma-
ción etiológica, es la equivalente materia que
perdura.

Andrés Nagel: un artista con materia —
además de la que se ha destacado, también en
su vertiente de argumento— y con imagen, fa-
cultad del ver que le posibilita ser visto, y per-
mite al resto ver por medio de él. En la sorpresa
continuada, sin relevo, de la imagen que dela-
ta a Nagel no sería prudente confundirla con
la imaginación. Bien se puede constatar en su
obra que el artista imagina —recrea, idealiza,
representa unos seres y unas relaciones otor-
gándoles convicción—. Pero de ese ejercicio no
ha de surgir la auténtica imagen. Esta se pro-
ducirá a partir de lo dicho: cuando la imagen
es capaz de imaginar por sí misma, y, en pro-
yección, al propio creador y a nosotros, con-
templadores. La imagen del arte es algo que no
nos puede ser ausente, que no nos puede pasar
de largo. La imagen es el compromiso del ge-
nuino artista — Baudelaire no será anulado por
la computadora— para que lo demás pueda re-
conocerse en ese compromiso. La'imagen es un
ojo, y el ojo y el sentimiento que la sorpren-
den. Todo ese territorio de lo indescifrable, pe-
ro real, que Andrés Nagel trazó entonces y
sigue trazando. Antes y después de que dicho
territorio acceda al protocolo de una expo-
sición.
No ha faltado, a lo largo del análisis histó-
rico, quien invocara al «pop». ¿Qué significa
todo esto? Una imagen de lo «pop» a lo mejor
en sentido contrario. Es decir, de acuerdo a lo
que no está en los cánones de este movimien-
to, y que, de tanto no estarlo, acaba estándolo
un poco. Problemas, a fin de cuentas, concer-
nientes a la dificultad de aceptar que el diálo-
go necesario entre materia e imagen —o entre
cuerpo y forma propiciando una unión
indesligable— determinan una razón —
visual — propia, no dependiente de lo demás.
Problemas de carencia de apoyos extraños en
el juicio, como cuando se acude con parecidas
intenciones a la «nueva figuración» y hasta la
postmodernidad —lo moderno no puede ser
moderno sin el prefijo «post»— o al expresio-
nismo, naturalmente moderno, dicen que hoy
en crisis —a la espera de la inevitable
resurrección— motivada por el auge de los mo-
dernos geómetras. Y como cuando se acude al
espíritu y la acción de lo cubista, un corte ahí,
la superposición y la amistad de unos planos,
y la representación en su término exacto. To-
do ello podría ser, en especial tratándose de An-
drés Nagel, para concluir siendo lo que es:
Nagel. Lo inexplicable del arte haciendo expli-
cable cuanto lo representa acudiendo a lo pre-
ciso. Unos cuantos elementos alumbrando una
imagen: de lo que solemos mirar con la neutra
mirada de la esfinge, con la penetrante mirada
de la esfinge, de lo imprevisto, de lo ¿imagi-
nario?, de lo real, en suma.
Y en tal caso, con un poco de humor. Ale-
gría, sonrisa, ironía, gracia —jovialidad, por
una parte, y la obra en «estado de gracia», co-
mo factor resultante—... Otra o la misma ma-
teria, el humor, al borde de lo que recorren las
formas y plenamente inmerso en lo total de la
representación. Aporte principalísimo de la
(des)memoria de Nagel, esta corriente, la del
humor, fluye e impregna su entera geografía
artística confiriéndole seriedad. Pero el humor
-—se comprenderá— no tiene nada que ver con
el voluntarioso, tristísimo jolgorio con el que,
por lo general, el artista —y en avanzada, el
español, tan carente de humor— y su obra sue-
len aburrirnos, abrumándonos con tanta tras-
cendencia de parvulario. El humor será como
un encantamiento. Algo, en Andrés Nagel, por
lo que lo imposible se hace absolutamente ló-
gico en el concierto de lo que se representa. Y
que ha de disimularse, sabiamente. Porque el
humor proviene también de una actitud ante-
rior. De una manera de penetrar las cosas pa-
ra disimularlas y revelarlas en sus razones más
profundas. Esto es un viento, una fuerza que
atraviesa lo que adquiere calidad de expresión.
Un nervio vendría a ser el humor. ¿Acaso es
otra cosa? Tal vez, el genio. No —sólo— el
buen o mal humor, el buen o mal genio, sino
el genio en su unitario y fecundo enunciado.
¿La capacidad de sonreir? La capacidad de di-
simular el talento, como si lo hecho no tuviese
ninguna importancia. Y, sin embargo, ahí es-
tá. Nada se hace por azar, como por arte de
magia o por milagro. ¿Tú crees en los mila-
gros? A veces, desesperadamente. Pero, por lo
común, yo creo en lo que veo y aprecio.

LA IMAGEN IMAGINANTE

MIGUEL LOGROÑO

Nagel, para mí, es una exposición —lolas-
Velasco, Madrid— a la que los datos biográfi-
cos del catálogo me ayudan a ponerle fecha:
1974. ¿Qué quiero decir con ello?; ¿que es, al
pie de la letra, sólamente esa —única— mues-
tra, como si la singularidad de su contenido hu-
biese venido a derogar cuanto le precedió y,
anticipándose, la intensidad de lo que habría
de proseguir? Trato de sugerir algo más ínti-
mo, que se erige en el territorio particular del
espectador, y que guarda relación con lo que,
también sin buscarlo, se encuentra. Hallazgo
de Andrés Nagel, un espacio artístico que emer-
ge desde lo inconcebible —actitud personal en
un determinado, «concebible» tiempo
español— y asombro de Andrés Nagel. Un sen-
timiento que irrumpe, un a modo de alerta
brindado a la mirada de las cosas y de las si-
tuaciones —en el arte— de indefinible locali-
zación.
Debiéramos de suponer ese momento, quince
años atrás; no una historia que se remonta, si-
no el inminente ayer, el hoy denotándose en las
señales que «se palpan». La propiedad de Na-
gel, como la de todo creador, se hace valer, en-
tre otros factores, en la ingrávida condición de
lo que carece de memoria. O así lo disimula.
De ahí lo súbito, lo sin antecedentes de su ma-
nifestación clausurando el recuerdo —hasta de
lo más inmediato, de ese tembloroso en tanto
que sólido límite en el que el recuerdo pugna
por alejarse o regresar— e inspirando realidad.
Andrés Nagel o una nueva dimensión de lo su-
rreal, alcanzó a considerarse, en síntesis, la vi-
sión, con un título —aprecio posterior— no
demasiado feliz, asignable a lo que no se con-
trola del estupor. Los presupuestos estéticos al
uso, la perezosa rendición a las formulaciones
acríticas de la memoria común del que asiste
a lo exterior del arte trazaban, así, una vía de
escape ante la sabia (des)memoria de quien hace
y se hace como si tal envoltura no existiera, del
artista.
¿Qué es ese —aparente— velado del recuer-
do, esa (des)memoria como poderoso indicio
del universo de Nagel? Me atrevo a estimar que
un tema de percepción del fondo que anima su
adecuada, irrechazable forma. Y a la inversa.
Una magnitud de la inteligencia sospechable en
el oscilante ir hacia el origen impalpable del
proyecto para derivar en lo palpable de un fi-
nal, que a su vez se abre a una probabilidad
de retorno. La obra de Andrés Nagel no recuer-
da estrictamente —a— nada, en la morfología
de los presupuestos estéticos antes evocados,
y, sin embargo, mientras establece su irreferi-
ble autonomía, está planteando una cuestión
de raíz: la de las posibles referencias. En la li-
bertad del aire y del sueño. Sucede como cuan-
do procuramos identificar —recordar— la
cualidad de un sueño. Empresa inalcanzable,
aunque hayamos acabado de despertar. Alu-
do a un proyecto de identificación unitario. El
sueño ha sido y es, inequívocamente. Dijérase
que no se le pueda negar una categoría de lo
real. Pero quién sabe si por el préstamo signi-
ficativo del despertar. El sueño y el estado de
vigilia de los signos —trasunto de un mundo
y de quienes lo integran y organizan— consti-
tuyen espacios en relación de un entendimien-
to de lo real. Y no sé si decir que el mismo
espacio.
Por el tránsito de uno a otro punto, o por
el tránsito y la movilidad de un emplazamien-
to sustancialmente único, se advierte un esque-
ma de liberación de «lo que se expresa» a través
de Andrés Nagel. Cualquiera que sea el medio
o el soporte, lo expresado trasciende una no-
ción incierta —la incertidumbre es el sostén de
lo evidente— de un despertar de lo real a lo
real. Técnica mixta sobre poliéster, fibra de vi-
drio o de humo: como de lo pintado a lo vivo,
o de lo vivo a lo pintado. Un despertar. El uni-
verso que amanece no precisamente tras un
anochecer, sino tras un amanecer, trasladan-
do al arte la formulación de una dinámica que
es igual al arte y a la vida. Así de sencilla pue-
de ser la propuesta de Andrés Nagel, y así de
complicada para el contemplador en escorzo,
que se desvive en su propuesta de no ver —o
no intentarlo— el arte, y no existir. Lo fantás-
tico en Nagel, se ha llegado a exclamar respec-
to a su trabajo, más como una huída de la
legítima naturaleza de lo propuesto que como
un reconocimiento armónico de lo que el ar-
tista —nos— despierta: lo real en un desplie-
gue de lo ¿soñado?, replegándose al unísono
en lo real.
He de volver a lo afirmado al comienzo. Di-
je que Nagel es una exposición —aquella o la
que ahora tiene lugar en Vitoria— para subra-
yar, de hecho, la primacía y la constancia de
un carácter. Esto es, la personalidad —valor
de distinción— de un artista que alienta su pro-
gresión, en el orden que rige la verificación del
concepto, manteniendo unos agentes que se re-
gistraban en la primera manifestación. El
asombro de Nagel —insisto: ya en el
principio— reside en una muy particular acep-
ción de la imagen hecha cuerpo, verificada des-
de su carne. La escultura —volumen,
movimiento, organización exenta en el
espacio— de Andrés Nagel, y la materia con
que está «modelada». Un proyecto de libertad
asentado ya en su ser material. ¡Cuánto bien
han podido hacer en el ámbito escultórico es-
pañol algunos no cuestionados nombres, de
aquí y de allá, y cuánto daño! Abstracción o
figuración: masas, huecos, vacíos —valga la
teoría, la angulación de lo que se mira más que
la de lo que se cavila— malversados en un obs-
tinado seguimiento, miméticos de bronces, hie-
rros y mármoles. No es de extrañar, a tales
efectos, la ecológica crisis de la energía y, en
consecuencia, del pensamiento artístico. Pero
he aquí que en esa antológica de un reiterar in-
terminable, brota Andrés Nagel con una insó-
lita —en el horizonte hispano— concepción de
la materia. El granito y la margarina, frustra-
dos por tanto encaje de bolillos cedidos al «sa-
cador» experto en monumentos funerarios y
firmados por el prócer, han de reconsiderar su
monótono destino ante el material que fertili-
za. El de este luminoso alquimista que es Na-
gel, y que no describiré para no cometer errores
de fundamento. Y porque, con su transforma-
ción etiológica, es la equivalente materia que
perdura.

Andrés Nagel: un artista con materia —
además de la que se ha destacado, también en
su vertiente de argumento— y con imagen, fa-
cultad del ver que le posibilita ser visto, y per-
mite al resto ver por medio de él. En la sorpresa
continuada, sin relevo, de la imagen que dela-
ta a Nagel no sería prudente confundirla con
la imaginación. Bien se puede constatar en su
obra que el artista imagina —recrea, idealiza,
representa unos seres y unas relaciones otor-
gándoles convicción—. Pero de ese ejercicio no
ha de surgir la auténtica imagen. Esta se pro-
ducirá a partir de lo dicho: cuando la imagen
es capaz de imaginar por sí misma, y, en pro-
yección, al propio creador y a nosotros, con-
templadores. La imagen del arte es algo que no
nos puede ser ausente, que no nos puede pasar
de largo. La imagen es el compromiso del ge-
nuino artista — Baudelaire no será anulado por
la computadora— para que lo demás pueda re-
conocerse en ese compromiso. La'imagen es un
ojo, y el ojo y el sentimiento que la sorpren-
den. Todo ese territorio de lo indescifrable, pe-
ro real, que Andrés Nagel trazó entonces y
sigue trazando. Antes y después de que dicho
territorio acceda al protocolo de una expo-
sición.
No ha faltado, a lo largo del análisis histó-
rico, quien invocara al «pop». ¿Qué significa
todo esto? Una imagen de lo «pop» a lo mejor
en sentido contrario. Es decir, de acuerdo a lo
que no está en los cánones de este movimien-
to, y que, de tanto no estarlo, acaba estándolo
un poco. Problemas, a fin de cuentas, concer-
nientes a la dificultad de aceptar que el diálo-
go necesario entre materia e imagen —o entre
cuerpo y forma propiciando una unión
indesligable— determinan una razón —
visual — propia, no dependiente de lo demás.
Problemas de carencia de apoyos extraños en
el juicio, como cuando se acude con parecidas
intenciones a la «nueva figuración» y hasta la
postmodernidad —lo moderno no puede ser
moderno sin el prefijo «post»— o al expresio-
nismo, naturalmente moderno, dicen que hoy
en crisis —a la espera de la inevitable
resurrección— motivada por el auge de los mo-
dernos geómetras. Y como cuando se acude al
espíritu y la acción de lo cubista, un corte ahí,
la superposición y la amistad de unos planos,
y la representación en su término exacto. To-
do ello podría ser, en especial tratándose de An-
drés Nagel, para concluir siendo lo que es:
Nagel. Lo inexplicable del arte haciendo expli-
cable cuanto lo representa acudiendo a lo pre-
ciso. Unos cuantos elementos alumbrando una
imagen: de lo que solemos mirar con la neutra
mirada de la esfinge, con la penetrante mirada
de la esfinge, de lo imprevisto, de lo ¿imagi-
nario?, de lo real, en suma.
Y en tal caso, con un poco de humor. Ale-
gría, sonrisa, ironía, gracia —jovialidad, por
una parte, y la obra en «estado de gracia», co-
mo factor resultante—... Otra o la misma ma-
teria, el humor, al borde de lo que recorren las
formas y plenamente inmerso en lo total de la
representación. Aporte principalísimo de la
(des)memoria de Nagel, esta corriente, la del
humor, fluye e impregna su entera geografía
artística confiriéndole seriedad. Pero el humor
-—se comprenderá— no tiene nada que ver con
el voluntarioso, tristísimo jolgorio con el que,
por lo general, el artista —y en avanzada, el
español, tan carente de humor— y su obra sue-
len aburrirnos, abrumándonos con tanta tras-
cendencia de parvulario. El humor será como
un encantamiento. Algo, en Andrés Nagel, por
lo que lo imposible se hace absolutamente ló-
gico en el concierto de lo que se representa. Y
que ha de disimularse, sabiamente. Porque el
humor proviene también de una actitud ante-
rior. De una manera de penetrar las cosas pa-
ra disimularlas y revelarlas en sus razones más
profundas. Esto es un viento, una fuerza que
atraviesa lo que adquiere calidad de expresión.
Un nervio vendría a ser el humor. ¿Acaso es
otra cosa? Tal vez, el genio. No —sólo— el
buen o mal humor, el buen o mal genio, sino
el genio en su unitario y fecundo enunciado.
¿La capacidad de sonreir? La capacidad de di-
simular el talento, como si lo hecho no tuviese
ninguna importancia. Y, sin embargo, ahí es-
tá. Nada se hace por azar, como por arte de
magia o por milagro. ¿Tú crees en los mila-
gros? A veces, desesperadamente. Pero, por lo
común, yo creo en lo que veo y aprecio.