Texto de "Egalez-Egal" Nº 5, XII-1982
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.
Si el artista es, por regla general, consciente de sus dificulta-
des para trasladar a la realidad lo que bulle en su mente, y fre-
cuentemente lo dice —a esto alude la mitad verdad, mitad bro-
ma de quien confiesa haber pintado un solo cuadro en su vida,
o haber escrito un único libro—, ¿cómo no ha de volverse tem-
bloroso el pulso de quien escribe sobre la ajena obra acabada?
La percepción no es única, para su consuelo, y varían las
interpretaciones sobre un mismo fenómeno artístico en orden
a factores de sensibilidad, de conocimiento previo, de capaci-
dad de asombro. Pero la química mental que se produce en ca-
da artista desde que atrapa en su pensamiento los primeros ru-
mores, las líneas maestras de una obra, el esquema, y lo va con-
cibiendo, transtormándolo en algún aspecto, hasta que finalmente
lo completa y realiza materialmente, es el recorrido apasionan-
te que esperemos no existan máquina ni ingenio capaces de des-
cubrir. Triste cosa sería, por ejemplo, la creación resuelta en tér-
minos de oscilógrafo.
Hay también artistas que cuando comienzan a trabajar no
tienen ni remota idea —dicen— de lo que va a surgir. La elec-
ción, la aceptación de unas soluciones y el rechazo de otras,
se convierte entonces en un ejercicio constante, una especie
de ágil diálogo sobre la marcha, un pulso mantenido segundo
a segundo entre lo ya hecho y lo por hacer.
Se trata de dos métodos distintos, aunque no antagónicos,
de dar forma a aquello que previamente tiene una forma en la
mente: la idea. Y parece claro que, en alguna medida, ambos
comportamientos confluyen en toda mente creadora. En quie-
nes configuran el resultado casi totalmente antes de llevarlo a
cabo, las pequeñas o grandes variantes que podrían contabili-
zarse representan respuestas a estímulos con los que no conta-
ban, a los que, sin embargo, han sido permeables, dándoles en-
trada a lo largo de la ejecución. En cuanto al aparente vértigo
del constante fluir, la mano y la mente cuentan con un aliado
que está siempre: la memoria de la forma, y, más cercana aún,
la memoria de otras veces.
Andrés Nagel ha dicho en alguna ocasión que antes de po-
nerse a realizar una obra, ésta tiene ya una forma acabada co-
mo idea. Nace y va creciendo en su imaginación con un ropaje
externo en el que no se producen variantes fundamentales. Y
responde a una idea en la que se funden estímulos plásticos,
recuerdos, vivencias personales, opiniones sobre cosas, dobles
sentidos, triples, pequeños o grandes homenajes, y, más por decir
verdad que con ánimo de desmitificar, ganas de divertirse vien-
do cómo la idea que excitaba su imaginación cobra cuerpo
—se puede mirar y recorrer desde fuera— y en qué medida
responde a sus expectativas.
Hasta aquí lo que de misterioso recorrido que es la creación
puede explicarse —que no es mucho—, sin pretender convertir
el laberinto en autopista. Luego, naturalmente, el resultado tie-
ne vida propia y comienza a funcionar en muchos sentidos inde-
pendientemente de su artífice.
Sobre la recepción de sus esculturas, sobre todo, pueden
reseñarse las más variadas opiniones. Hace unos años, en ex-
posiciones celebradas en San Sebastián, era frecuente oir ha-
blar del dramatismo de estos hombres sin cabeza, con la piel
arrancada a tiras, torturados, sufrientes, imposibles presencias
para compartir con ellas el salón sin sobresaltos. Por el contrario,
en la exposición que realizó en 1980, en la Galería Maeght, de Bar-
celona, una reacción frecuente era de regocijo, mezclada con
la curiosidad de quien se pasea por una feria: una vez monta
en el tíovivo y otra se queda mirando la noria. «Cala», de 1975,
una figura femenina colgada de unas cuerdas sobre una mata
de calas, se mece hoy plácidamente con los vientos del seca-
dor de una peluquería. ¿Qué ha ocurrido? Cierto es que las es-
culturas han ido cobrando colorido. El poliéster color miel —piel
tostada— de hace unos años se ha mezclado con la fibra de vi-
drio coloreada al óleo. También es posible que a lo largo de un
ya importante número de exposiciones realizadas, y habiendo
podido comparar las esculturas con los lienzos, grabados, libros
y objetos, el público haya rechazado la esquemática interpreta-
ción de la denuncia, mensaje que él, estrictamente entendido,
nunca se ha propuesto comunicar.
ES LA FIGURA CORRIDA AQUELLO
QUE ENAMORA A NARCISO
Lo descubrí tontamente. No me había fijado antes que en
la cartulina que anuncia su primera exposición en San Sebas-
tián, en 1968, confundido con un galimatías de cifras, letras, som-
bras y rayas, se perfila un rostro. El suyo. Su propio rostro ha
sido después tema de muchas obras. Es, desde luego, el que
tiene más a mano. Sin embargo, por esos años todavía no se
delineaba la figuración en su pintura. Eran más bien masas de
color muy trabajadas, con un ya especial cuidado puesto en las
rugosidades de la pintura y de otras materias adheridas. Eran
combinaciones abstractas en las que, como ocurre en Antoni
Tápies, la impronta individual, el testimonio de la propia vida, se
fijaba en la huella. Vistas hoy, se entiende que la total abstrac-
ción era desde el comienzo un camino no buscado; que ya en-
tonces, como ahora, concebía la creación en un solo sentido:
como prolongación inconfundible de sí mismo. Un camino en el
que el azar interviene menos en la ejecución.
La figura no tardó en aparecer, y el volumen llegó con abso-
luta naturalidad de su mano. Para su propósito de materializar
ideas, la figura le era sin duda necesaria en cuanto referencia
a formas conocidas. Llegó un momento, además, en que tam-
poco el plano era suficiente como vehículo material, y la figura
cobró volumen. Una figura humana sostenida en el aire por una
estructura metálica es una de sus primeras esculturas. Todavía
ortopédica, diría él, sin caer posiblemente en la cuenta de que
era un poco labor de vendaje, de creación de un volumen a par-
tir de bandas de superficie que, unidas, configuran un cuerpo
que no pretende delimitar un espacio, sino ocuparlo.
Otra obra primeriza es el «Perro», de 1975, que puede verse
en el Museo Provincial de Alava. A la idea de perro —figura con
volumen— se ha añadido aquí la idea de movimiento; el cuerpo
del perro se despliega, por así decir, en las distintas posturas
que, a la manera de una secuencia cinematográfica, adoptaría
el animal corriendo.
He entresacado los ejemplos más fáciles, aquellos que per-
miten aventurar una traducción literal con unos cuantos rudimen-
tos del idioma.
Obras más complejas fueron después las que combinaban
pintura y escultura, o mejor, el plano y el volumen, porque no
siempre era pintura el plano o bajorrelieve a partir del cual avan-
zaba en el espacio la figura. Tímida es todavía la ocupación es-
pacial de «Figura sentada», de 1972. Se sienta la señora en un
sillón-pared, y se nos muestra frontalmente. Pero el avance de
ese cuerpo que sobresale del friso anuncia ya mayores comple-
jidades. Que llegaron, valiéndose de cuerdas, apoyándose en ob-
jetos, en obras de imposible clasificación (¿escultopintura?, pin-
toescultura, en sentido contrario, suena aún más chirriante).
El cerdo colgado delante del fogón, que estuvo expuesto en
Madrid, en la Galería lolas-Velasco, en 1974, añade algo a esa
imagen de la matanza por el hecho de ser volumen. La presén-
cia imponente del animal muerto se destaca con una fuerza que
desde luego no tendría de haber estado pintado. Tampoco ten-
dría la sombra, otro elemento que subraya su importancia al pro-
yectarse sobre el lienzo, necesaria ambientación, telón pintado
de la escena. Y algún sentido sólo para él conocido ha de tener
ese animal que es ampliación escenificada de otro, pequeñito,
hoja de calendario, pintado en el frente de la cocina, al que acom-
paña una fecha: 1947. La de su nacimiento. Temo haberme aden-
trado excesivamente en el laberinto, vuelvo a encontrar la salida.
Una de las variantes más singulares en este ir y venir del
plano al volumen la dan algunas obras como «Obispo», acabada
en 1973, o «Figura en agua», de 1977, en las que el volumen vie-
ne a ser consecuencia de la ondulación del plano. Es un poco
la idea del pliegue, aunque no en cuanto límite de la corporei-
dad, sino como volumen que apenas entrevisto puede variar en
cada instante, o una de las infinitas formas del agua si pudiéra-
mos cristalizar el mar y detenerlo.
Por ello, el que en muchos casos sea su propia imagen la
que aparece en el lienzo, sobre el papel o en relieve, no es lo
fundamental de esta prolongación de sí mismo lo que persigue. So-
bre pistas que podrían no ser del todo ciertas, ha creado tam-
bién personajes que se asoman al espejo del agua y se encuen-
tran con su doble (¿con ellos mismos?), que se prolonga en el
espacio en sentido contrario. Por ejemplo, «Cabeza reflejada»,
de 1977. Menos al pie de la letra, y aquí se complican las cosas,
responde al mito lo que surge en el reflejo de «Figura reflejada»,
de 1976. Ya no es el doble.
No es él, en consecuencia, sino su proyección en formas
autónomas lo que le encandila. Mágicamente lo ha dicho Patri-
cio Bulnes: «Justamente porque se ha olvidado de sí mismo, cae
en admiración, es la figura corrida aquello que enamora a
Narciso».”
Esta misma canción que vuela, ésta que
estás tú cantando, hermosísimo as de
oros, es el romance antiguo de la legión
de condenados que aspiraban el perfume
de las espinas dolorosas entre los dedos.
Vicente Aleixandre?”
El artista, como el poeta, es aquel que logra dar forma a una
tensión vivida como conflicto, posiblemente desde la infancia.
El conflicto no tiene por qué ser desgarrador, pero siempre es
conciencia: de un deslumbramiento irrepetible, de aquel descu-
brimiento que a otros dejaba indiferentes, de una diferencia sen-
tida en muchos casos de forma dolorosa. La mente creadora es
algo más que un testigo de su tiempo. Es —en esto sí se puede
estar de acuerdo— la que lo condensa. No lo explica, para eso
está la historia, la grande y la pequeña, sino que selecciona y
reúne en objetos irrepetibles (aunque puedan reproducirse) las
formas que en un momento prevalecen, las que están en el aire
de una época.
Este siglo que nos ha tocado vivir, si por algo se distingue
de los anteriores que en el mundo occidental han sido, es por
la diversidad de sentidos, por la riqueza desbordante de formas
que llevan su sello inconfundible. La vida, que no tiene aspecto
de haber sido nunca sencilla, ha encontrado en él resonancias
distintas que empiezan a mostrar su complejidad, sus aspectos
incluso contradictorios.
Para un artista culto —cosa no demasiado frecuente en nues-
tro País— como Andrés Nagel, la historia del arte de este siglo,
sin ir más lejos, ha sido una especie de abrevadero del que se
ha nutrido de forma inagotable. No ha sido para él el muestrario
del que se elige una página, comportamiento que lleva camino
de convertirse en una losa paralizante para muchos jóvenes que
en las escuelas de bellas artes no logran digerir un exceso de
información y se limitan a seguir casi al pie de la letra una ten-
dencia ya consagrada.
Si sus realizaciones se inclinan decididamente por la figura-
ción, la abstracción nunca está del todo ausente. En los momen-
tos más claros, está en planos intensamente pintados, rayados,
emborronados, tratados con muchos de los recursos que se va-
loran después de la Abstracción Matérica o de la abstracción
a secas. Y su papel es más ambicioso que servir de fondo a la
escultura en «Figura colgada», de 1973, o en «Tía Pelleja», más
reciente, expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Tam-
poco es que en ninguno de los dos casos la figura esculpida sea
una muestra de fidelidad a un modelo. Todo lo que podemos sa-
ber es que son dos figuras humanas, como en la mayoría de las
suyas. Estos límites son frecuentes en su relación siempre un
poco tormentosa con el realismo. Con la abstracción, en cam-
bio, su posición es la de quien ha heredado un bien que prodiga.
Y la combinación podría entenderse como un deseo de romper
barreras entre zonas que se han considerado incomunicadas,
de fundir lo que parecían dos historias que no tenían nada que
ver.
Ya hemos visto las dificultades que entraña el pretender de-
limitar en algunas obras dónde acaba el plano y dónde empieza
el volumen. Aunque desde hace algún tiempo él mismo diferen-
cia las técnicas de ejecución, y lo que es concebido como pin-
tura tiene un tratamiento rigurosamente bidimensional y marca-
damente plano. Pero, ¿qué decir de las zonas pintadas, minús-
culos cuadros que imaginamos ampliados de algunas escultu-
ras? Pienso concretamente en «El Comedor de la Maritxu» (1981).
En los cajoncitos que pueden abrirse en la espalda de esta figu-
ra, a un tiempo maternal y temible. Labor de filigrana. ¿Y la al-
fombra? Los nudos de lana van tejiendo un recuerdo de la abs-
tracción feliz de los círculos, los triángulos y los colorines en li-
bertad, antes de que el fascismo y la revolución los llamasen
a filas. A sus pies, ingenuos años diez, cuando todavía el siglo
no tenía en Europa una imagen impresentable. Cuando Blaise
Cendras y Sonia Terk Delaunay podían contar en un libro de dos
metros de aventuras un viaje en el Transiberiano camino de
París.?
Sus relaciones con el realismo las he calificado de tormen-
tosas. Así han sido las propias circunstancias en las que el rea-
lismo se ha desarrollado hasta hace bien poco: degradado co-
mo vehículo de propaganda para deslumbrar a las masas, cre-
ciendo a espaldas de un reconocimiento que ha tardado en lle-
gar, apoyándose en la imagen de lo real, más que en la realidad
misma para afianzar su posición —el caso del Pop y del Hiper-
realismo, del Equipo Crónica en España—,; trasladando sin con-
templaciones trozos de realidad —objetos— a salas de exposi-
ciones y museos (lo que en Marcel Duchamp fue gesto revolu-
cionario, en los Nuevos Realistas, capitaneados en su momen-
to por Pierre Restany, lleva camino de convertirse en petrifica-
da decoración de interiores). Restany, imparable, necesita por
su parte la inmensidad de la Selva Amazónica para experimen-
tar sensación de «naturalismo integral». Al menos no se
aburre.”
En el realismo, entendido éste como detallada descripción
siempre en alguna medida subjetivada de los rasgos externos
con que se muestra lo real, ha hecho rápidas incursiones. Las
figuras simbólicas de «La Escultura», «El Espray», «El Dibujo» y
«La Pintura», todas ellas de 1979, grabadas al aguafuerte, lo mis-
mo que la «Guadaña», poseen un parentesco lejano con la ma-
nera de hacer de los grandes grabadores del Renacimiento nór-
dico. Con su técnica minuciosa y con el rango majestuoso que
tiene en esta época la figura humana. No con su concepto pro-
fundo, pues no es posible imaginar una representación del cuerpo
humano renacentista sin un entorno en el cual se integra, que
le arropa y sobre el que domina. Aquí, en cambio, es mínima la
referencia ambiental. La figura se recorta sobre un fondo vacío,
y una franja negra, sin apenas matices, es lo que pisa. Apare-
cen los necesarios atributos del símbolo, y nada más.
La accidentada historia de un realismo debilitado por muchos
flancos ha podido ser la causa de que se haya remontado tan
lejos, casi a las fuentes, al detenerse en el detalle, en la des-
cripción de estas anatomías que no parecen haberle preocupa-
do en la escultura. El resultado es, en las cuatro figuras, un tan-
to ajeno a nuestra sensibilidad. Quizá por su propia majestuosi-
dad. A su lado, la «Guadaña», de 1980, grande en su pequeña
dimensión de herramienta, envuelta en una maraña de líneas que
constituyen una zona indefinida elaborada con un dibujo realis-
ta, nos es mucho más cercana. Esta misma fusión de tratamiento
realista en el detalle y ambiente en conjunto desdibujado, en cier-
ta manera abstracto, actúa en los aguafuertes, algo posteriores,
bautizados con los nombres de «Fuensanta» y «Sonsoles». Vol-
viendo a la majestuosidad, no es que estas figuras no la tengan,
pero el gesto cotidiano, sobre todo en la primera, que se calza
un zapato, da otra medida mucho más a ras de tierra de su hu-
manidad. Esto es, un poco en cuanto a la anécdota, lo que la figura
dice; en cómo lo dice observamos que la sombra es una forma
autónoma, una proyección disociada que va por su lado, un con-
glomerado de rayas que sólo obedecen a una ley interna, no al
dictado de las apariencias.
El encuentro con el objeto, por este atajo que va a través
de su relación con el realismo, era inevitable. Eso que en los ca-
tálogos se llama asépticamente técnica mixta si se trata de es-
cultura, y collage cuando aparece en el dibujo o grabado, pue-
de ser, en una enumeración de memoria: varias sillas, una me-
sa, cuerdas, flores de plástico, una bolsa de agua caliente, más
cuerdas, cartones, cajas de diferentes tipos y materiales, bote-
lla, cubos, pinceles, botes de espray... La sola enumeración es
muestra de una amplia disponibilidad. Da la sensación, porque
la lista podría continuar, de que toma de la realidad material que
le rodea aquello que le conviene para el resultado final. Del his-
tórico gesto de Duchamp no parece interesarle tanto la desa-
cralización del objeto artístico como lo que significa de supre-
sión de límites entre lo real y su representación en imágenes,
que según casi inservibles clasificaciones designamos con el
nombre de realistas. En una pequeña obra, expuesta en la Gale-
ría Alga, de San Sebastián, en 1979, jugaba a este juego de rea-
lidades. Exactamente no la recuerdo, pero puedo describirla
como un estrecho rectángulo de cartulina blanca en la cual, per-
fectamente alineadas, aparecían distintas representaciones de
un pincel —dibujado a línea, coloreado, trasladado su volumen
mediante rehundido a la materia blanda— junto al pincel real.
¿Se puede decir con menos ademanes que el objeto es una he-
rramienta más?
En ningún caso posee el objeto categoría de absoluto; es una
entre otras técnicas disponibles. Sus primeras apariciones, si no
se olvida que en todo momento ha podido ser sustituido por su
imagen, obedecen a motivos incluso funcionales. Uno de los pri-
meros objetos, de 1973, es una silla en la que se sienta una fi-
gura humana con una soga en la mano. La soga, de las de ver-
dad, significa algo, cumple alguna función simbólica, pero en úl-
tima instancia podría sustituirse por otra cosa. La silla, en cam-
bio, dada la posición que adopta la figura, es absolutamente ne-
cesaria. En el «Albornoz», también de 1973, la cuerda ya no tie-
ne una función más o menos gratuita, sino que es el cinturón
que normalmente forma parte de esta prenda. En versión natu-
ralmente poco usual.
Poco a poco, como hemos visto en otras curvas sin fin del
laberinto, la funcionalidad del objeto se viste con formas de ca-
pricho. Tres años después, en 1976, para el «Niño» y la «Niña»,
la silla, no siendo necesaria desde el momento en que estos de-
licados fragmentos de persona se apoyan en una bandeja que
podría posarse a su vez en el suelo, es, sin embargo, el mueble
cargado de afectos, antiguo y lleno de recuerdos, el más bonito
macetero que sostiene el brote que algún día será arbusto. To-
do es germen y futuro en estas dos bellísimas figuras hechas
de retazos y andrajos, de frágiles palitos y alambres. Necesa-
riamente tenía que contrastar la silla elegida con el resto, por
su traza clásica y lujosa, por la arbitrariedad que encierra todo
soporte que no es necesario.
Varios son los objetos reunidos en «Figura con pantalones
bajados», de 1979, obra en la que vuelven a encontrarse plano
y volumen. La gabardina, colgada del cuadro, que es a un tiem-
po perchero, junto a la botella y la flor de plástico horrorosamente
plateada, la mesa de madera y el bote de pintura. Una abigarra-
da escenografía para un autorretrato al óleo de perfil. Y un nue-
vo elemento, que no es exactamente un objeto y sí un utensilio
a añadir, del que no se ha hablado todavía: la barra fluorescen-
te, la bombilla, el tubo de neón, las distintas formas de la luz.
En esta especie de diario gráfico que viene realizando des-
de 1977 y que son los libros al collage, cualquier rastro de fun-
cionalidad del objeto —entendido por tal desde el recorte de una
reproducción hasta un copo de algodón, sellos de correos o la
inagotable relación de pichias— ha desaparecido. El motivo por
el cual se elige para una página una guirnalda de papel de seda
o unas plumas podría ser, con respecto a la escultura, casi el
opuesto. En un escultura.como «¡Anda la leche!», el maléfico
cubo con el que tropezaban algunos espectadores en el stand
de Arteder'81, antes de darse cuenta que formaba parte de un
todo y estaba unido por una cuerda al valde de la vaca, poseía
una determinada lógica en el conjunto. Vaca, leche, ordeñar,
cubo, son cosas que pueden ir unidas. La sorpresa que encie-
rra cada úna de las páginas de estos libros, la magia de las mil
componendas que con ínfimos materiales crea fantásticos es-
cenarios donde se desarrollan impresiones de viajes, relatos de
acontecimientos privados e importantes, hechos que merecen
reseñarse, provienen de la absoluta arbitrariedad con que se
agrupan todas estas cosillas y de su propio encanto, de su co-
lor, de su textura, de su casi siempre inexplicable sentido. Son
estos pequeños objetos dispersos los que en sí mismos poseen
capacidad para sugestionar una mente presta a la maravilla. Nin-
guna necesidad ha sido capaz de convocarlos. Aun cuando, co-
mo ocurre en los refranes, algunos de los títulos de estos libros,
sin pararse en detalles, ofrezcan inequívocas pistas sobre los
temas a los que se refieren: «La Real gana (¡Aupa la Real!)», «¡Ojo
con la pintura!», «La doma de la paloma», «En comunidades no
muestres habilidades», «América, para los americanos».
MANCHA DE PINTURA Y AS DE OROS
La máxima ilusión de profundidad en la pintura de Andrés
Nagel tiene el límite de la sombra. La vista, a lo sumo, puede
moverse en medio del limitado más allá y más acá de un cho-
rretón de espray. Esta marcada planitud, de la que puede casi
decirse que es una constante, es lo primero que sorprende al
pensar en el interés que desde muy pronto ha demostrado por
el volumen, al establecer la inevitable comparación entre dos
facetas de una misma voluntad creadora. En el otro extremo de
la comparación se sitúan el dibujo y el grabado. También frente
a ellos se erige la pintura en campo aparte, parcela en la que
se sabe dependiente del color, tanto o más que de la línea. A
la deliberada ausencia de lejanía; al rechazo de las soluciones
que ofrece la perspectiva, de las que nunca, a pesar de utilizar
un lenguaje figurativo, ha querido depender, se une la preferen-
cia por una materia muy diluida. La masa de pintura se ha he-
cho tan fina, que hoy en día ya no se encuentra en ella la más
leve rugosidad, el más mínimo relieve. Siguen estando presen-
tes, sin embargo, las superficies pintadas con manchas cuyas
formas no acaban de definirse en cosas conocidas, y, a su vez,
las formas definidas, las figuraciones pintadas, apoyadas en un
dibujo que subyace sin que se marque su importancia, se confi-
guran a base de manchas de color más y menos intensas, con
efectos de luz y sombra.
En uno de los óleos más recientes, de comienzos de 1981,
aquél en el que se saluda a sí mismo al tiempo que atraviesa
una calle, la ausencia de contornos definidos, la mancha verde
clara, plateada, casi blanca, produce una frecuente en su pintu-
ra fusión y confusión de planos. Sabemos que hay en este cua-
dro un anterior y un posterior, pero toda la escena se desarrolla
como en un único plano. La engañosa realidad del espacio que-
da definitivamente cuestionada con la aparición de un espectro
de traza familiar y hasta cortés, porque saluda.
No es frecuente que esta forma de integración de las artes
se dé en un solo artista. Que respeta además la especificidad
de cada una de las técnicas que maneja, aunque en ocasiones
aparezcan reunidas. Tal afán de totalidad, que no sólo afecta a
las distintas modalidades del arte, sino también a su función y
a su sentido último de absoluta identificación de idea y presen-
cia, había de cristalizar en una tensión creadora sin tregua. Las
pulsaciones de esta tensión se manifiestan en estas criaturas
sobre las que podrá especularse si son agónicas o ya totalmen-
te fantasmagóricas, si están desnudas o son más bien los va-
cíos que deja la vida, pero de las que es tiempo de afirmar que
van poblando un universo auténticamente personal, soñado en
su redondez inalcanzable, y a cuya construcción se dedica la
vida.
MAYA AGUIRIANO
Texto de «Egalez-Egal» n.* 5
X11-82
» Patricio Bulnes. Juan Navarro Baldeweg. «Figuras de Definición». Libros de la
Ventura. Francisco Rivas, editor. Madrid, 1980.
2 Vicente Aleixandre. «Pasión de la Tierra». Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid,
1977.
9 Blaise Cendras. «Prose du Transsibérien et de la Petite Jeanne de France».
Ilustraciones en color de Sonia Delaunay. Ed. des Hommes Nouveaux. París, 1913.
% Pierre Restany. «L'Altra Faccia dell'Arte». Ed. Domus. Milán, 1979.